Por: Andrés Villota, Consultor en Inversión Responsable y Docente – Colombia
Profesional en Finanzas y Relaciones Internacionales de la Universidad Externado de Colombia. Especialista en Derecho del Mercado de Capitales de la Pontificia Universidad Javeriana. Magister en Relaciones Internacionales de la Pontificia Universidad Javeriana. Ex corredor de bolsa con 20 años de experiencia en el mercado bursátil. Realizó operaciones de estructuración de emisiones de valores y de administración de portafolios de inversión. Actualmente es consultor en Inversión Responsable. Profesor de materias financieras y bursátiles en universidades como la Nacional de Colombia, CESA, Javeriana y Externado.
Al momento de empezar mi carrera en el sector financiero colombiano, no existía departamento de riesgo al interior de los bancos, de las comisionistas de bolsa y demás entidades financieras y de servicios financieros. En un negocio que tiene como pilar la confianza, era suficiente la palabra y el respaldo de una firma. La confianza, recuerdo, se basaba en la percepción que se tenía sobre la experiencia del empresario y la manera diligente como manejaba su empresa; que, en el oficio de corredor de bolsa, cumpliendo con el deber de asesoría, le transmitimos a nuestros clientes con base a la información financiera histórica, pero dando un peso importante a todo lo que no decía literalmente un estado financiero.
Sin saberlo, estábamos realizando inversión responsable porque pretendíamos proteger la inversión que hacían nuestros clientes, recomendando activos financieros emitidos por empresas prestigiosas que ofrecían hacia el futuro la posibilidad de generar crecimiento y utilidades interesantes para que el inversionista se motivara y prefiriera financiar a una empresa colombiana con acciones cotizando en la bolsa de valores antes que dejar su dinero en la cuenta de ahorros en el banco.
Tácitamente, la sostenibilidad de esas empresas era un elemento determinante al momento de tomar una decisión de inversión, si tenemos en cuenta que a los niños recién nacidos se les regalaba acciones que, por lo general, eran usadas en el futuro para pagarse sus estudios en el exterior o, incluso, poder comprar una vivienda. En 20 años era posible que el valor de esas acciones creciera de manera exponencial, porque la experiencia, las buenas prácticas y el conocimiento e idoneidad de su equipo gerencial y de su junta directiva habían logrado en el largo plazo hacer crecer el patrimonio de la empresa, que se veía reflejado en un mayor valor del precio de esas acciones que el mercado había asignado dándole valor a esos intangibles que no se ven en el balance general o el estado de resultados de años anteriores.
Cuando se compra una acción o un bono, se compran sus flujos futuros. Los dividendos que pague la acción o la valorización que obtenga, se van a dar en el largo plazo, un periodo de tiempo prudencial para que el empresario realice lo que le dijo a los inversionistas que iba a hacer con los recursos que le entregaron. Compra de maquinarias, ampliación de la fábrica, contratación de mano de obra, todo lo necesario para utilizar de la mejor manera, de la manera más eficiente, el dinero recibido de los inversionistas que, en el futuro, se verá reflejado en unos mejores resultados de ventas, de crecimiento, de mayor presencia geográfica, de apertura de nuevos mercados y nuevos productos.
La crisis económica causada por la pandemia y las cuarentenas obligatorias, afectó de manera grave la operación de muchas empresas, pero a su vez se convirtió en una forma de probar lo simple que es desarrollar el concepto de la inversión responsable y la sostenibilidad corporativa. Además, demostró los errores cometidos por las empresas cuando abordaron un tema trascendental como la permanencia de su actividad en el tiempo. El principal error que cometieron fue haberle delegado los temas propios de la sostenibilidad a terceros sin experiencia o conocimiento alguno sobre el objeto social de la empresa. Los encargados de la sostenibilidad terminaron promoviendo actividades ecológicas, filantrópicas o de caridad, desatendiendo la gobernanza, causa principal de todos los grandes descalabros corporativos de los últimos 50 años en el mundo.
Con esa lección aprendida, más la coyuntura de crisis, los empresarios han buscado aumentar la eficiencia en el gasto, prescindiendo de lo que consideran es inútil o no aporta nada productivo para la actividad de sus empresas. La inversión responsable y la sostenibilidad corporativa, terminaron siendo las primeras damnificadas en medio de la crisis porque nunca se vieron los resultados de su gestión por haber sido abordada la sostenibilidad desde una perspectiva equivocada. Por otro lado, el gasto de costosas consultorías para medir la huella de carbono de la empresa, la asesoría para diligenciar formularios de alguna oenegé que funge como validador reputacional de temas ambientales o el pago de costosas membresías para pertenecer a alguna iniciativa de la ONU, nunca fueron valoradas por la alta gerencia y las juntas directivas porque nunca se vieron resultados cuantificables y no existió correlación alguna entre la crisis y la soluciones a la misma.
Ojalá que este sea el momento para que las empresas redefinan y retomen la sostenibilidad desde la perspectiva correcta e involucre a los más idóneos y a los que más conocen sobre la actividad de la empresa, porque son ellos los llamados a abordar esos temas y formular las políticas corporativas encaminadas al aseguramiento de la sostenibilidad. No es necesario que vuelvan a buscar las respuestas en terceros inexpertos, ajenos a la actividad de la compañía. La solución está adentro, en lo básico, en lo simple.