Por: Juan Carlos Delrieu, Director de Estrategia y sostenibilidad, Asociación Española de Banca
Profesor de Deusto Business School y del Instituto de Estudios Bursátiles. Forma parte del Comité Directivo de FinResp, el Centro de Finanzas Sostenibles y Responsables. Miembro del Consejo Editorial de El Economista y es miembro del Consejo Asesor de AUNA.
Acaba de finalizar la COP26 en Glasgow. Las expectativas que se habían creado eran muy elevadas para esta Cumbre en la que se esperaba un hito similar al de la COP21 cuando se firmó el Acuerdo de París. Las razones de este optimismo eran sólidas y se materializaban en una consigna: existía una voluntad política, institucional y empresarial por pasar de la sensibilidad, de los compromisos, de la regulación y del análisis a la acción. Esto se traducía en concretar políticas públicas con detalle y contribuir a la transición de las economías emergentes y en la necesidad de cerrar algunas cuestiones aún pendientes del Acuerdo de París (como la arquitectura del mercado de carbono o la descarbonización del transporte, por ejemplo).
El resultado de esta Cumbre puede haber sido razonablemente positivo ya que se ha avanzado en todas las direcciones esperadas, aunque, como siempre, todavía quedan por rematar los detalles. Es verdad que se ha aumentado el grado de ambición a través de tres iniciativas que han renovado el momentum de estos temas. La creación del Global Financial Alliance for Net Zero planteada por Mark Carney, que adelanta la neutralidad climática a 2050, y el compromiso sobre la reducción de emisiones de metano sellado junto al acuerdo para frenar la deforestación para 2030 por más de 100 países. Se vuelve a poner de manifiesto la voluntad política y empresarial por avanzar hacia un mundo más amigable con el medio ambiente, aunque la realidad, según el IPCC, es que con estas medidas todavía estaremos lejos de mantenernos cerca de los 1.5ºC en 2100 respecto a los niveles pre-industriales.
Asimismo, en esta Cumbre se ha dado un paso de gigantes al promover la creación de un nuevo organismo, el Consejo Internacional de Estándares Sostenibles (ISSB, por sus siglas en inglés), para armonizar y establecer un estándar global antes de finalizar el año 2022 que permita la transparencia y la comparabilidad que los inversores exigen para asegurar la trazabilidad de sus inversiones y haga más eficientes sus mecanismos de decisión.
Adicionalmente, se ha convenido en avanzar progresivamente hacia los 100 billones de dólares anuales que se estiman que necesitan los mercados emergentes para poder afrontar la transición hacia una economía descarbonizada. Aunque siguen sin desarrollarse conceptos financieros innovadores que promuevan y aceleren la ambición, en algunos países la conversación ha pasado de percibir las restricciones al uso del carbón como un obstáculo al desarrollo económico, a entender que el esfuerzo de adaptación al cambio climático como la única forma de beneficiarse de las oportunidades generadas por esta transformación.
Por el contrario, el punto más delicado de la Cumbre haya sido la incapacidad de sumar a Estados Unidos, Austria, China y la India al acuerdo por el que otros muchos países se han comprometido a dejar de financiar al carbón, lo que no solo puede llegar a frenar la ambición climática comprometida en la Cumbre, sino que puede generar distorsiones competitivas en muchos mercados.
Aun así, la COP26 ha servido para demostrar que el sector financiero está preparado para afrontar este desafío en los tiempos y con la profundidad que la ciencia exige, por lo que las finanzas se han convertido en el eje sobre el que, de momento, debe girar el cambio climático. Por ello, el marco político y regulatorio debe centrarse en promover que las finanzas funcionen con todo su potencial. Ahora bien, ¿en qué medida puede afectar a la inversión responsable en los próximos meses?
A pesar de los múltiples obstáculos que tradicionalmente han rodeado la inversión responsable (calidad de los datos suministrados por las empresas, falta de estándares, una regulación más estables y predecible y un mayor involucramiento de los gobiernos para definir objetivos intermedias en las sendas de descarbonización para aquellos sectores intensivos en emisiones de carbono), el dinamismo que ha mostrado este tipo de inversión en los últimos años ha sido formidable en el mundo y sobre todo en la UE debido, fundamentalmente, a la arquitectura europea de divulgación aprobada en marzo de 2021. De acuerdo con el último informe publicado por Morningstar, los flujos hacia fondos sostenibles globales, prácticamente se han duplicado en 2021 hasta alcanzar los 3,9 billones de dólares a finales de septiembre.
Por tanto, si se alcanzan los compromisos alcanzados en la Cumbre para disponer un estándar global que promueva la transparencia y la comparabilidad de las opciones de inversión y los países emergentes se benefician de la ayuda comprometida por los países más avanzados, cabe esperar que la inversión responsable vuelva registrar un nuevo impulso en los próximos años. Un envite que podría crecer aún más si se avanza en la arquitectura de los mercados de carbono y la UE cierra con éxito la taxonomía social. Es decir, la inversión sostenible podría tener un fuerte impulso en los próximos años si los gobiernos reconocieran que el cambio climático exige una transición bien diseñada y planificada que ponga de relieve y anticipe con transparencia y realismo el impacto económico y social de esta transformación para que los resultados adversos se puedan gestionar con anticipación.
La inversión sostenible podría tener un fuerte impulso en los próximos años si los gobiernos reconocieran que el cambio climático exige una transición bien diseñada y planificada que ponga de relieve y anticipe con transparencia y realismo el impacto económico y social de esta transformación para que los resultados adversos se puedan gestionar con anticipación.
En consonancia, los inversores que confían en integrar los criterios ESG en los procesos de análisis y toma de decisiones de inversión tampoco deberían de sentirse complacidos. En mi opinión, ha llegado el momento en el que se ha de imprimir un mayor grado de ambición y pasar de responsabilidad al impacto. Ya no se trata de cumplir e impulsar el papel fiduciario de los inversores institucionales y gestores de fondos al matizar el habitual binomio riesgo-rentabilidad con consideraciones sociales o medioambientales, sino que se debe exigir un esfuerzo por el impacto, por el poder transformador de las finanzas sostenibles. Los fondos de inversión sostenibles deben comenzar a mirar más allá de su rol fiduciario, de la gestión de los riesgos subyacentes y de la maximización potencial de rendimientos para financiar las empresas que actúen con impacto medible y trazable en el bienestar del planeta y de la sociedad.
En definitiva, aunque la COP26 no haya alcanzado en algunos temas los niveles de ambición y compromiso previstos, no cabe duda de que el sector financiero ha dado un paso al frente demostrando que la industria está preparada para financiar la mitigación y la adaptación al cambio climático. Un desafío que servirá de apoyo para que la inversión sostenible siga disfrutando de un fuerte crecimiento en los próximos años.